Es patrimonio protegido desde 2011 y una de las excursiones más solicitadas por los turistas extranjeros que llegan a Buenos Aires
El acontecimiento tuvo lugar en 1899, cuando París, conocida como la Ciudad Luz por su magnificencia y su influencia en Occidente, inauguró el primer jardín de rosas del mundo. El impacto fue inmediato: todas las grandes urbes se apresuraron a emular la iniciativa y a crear sus propias rosaledas. Esto se debía a que, hacia finales del siglo XVIII y a lo largo del siglo XIX, el cultivo de rosas había ganado una gran popularidad, convirtiéndose en un símbolo de prestigio para los jardines y los cultivadores capaces de exhibir los ejemplares más deslumbrantes.
Para 1899, las rosas no representaban ninguna innovación. Su cultivo se remontaba a siglos antes de Cristo, siendo practicado por persas y griegos. Los romanos, por su parte, incrementaron considerablemente los espacios dedicados a estas flores, dado que utilizaban sus pétalos en festividades y ceremonias. Durante la Edad Media, aunque las rosas no desempeñaron un papel destacado en la vida pública, su cultivo fue perfeccionado en los claustros de los monasterios. Este vínculo con la religiosidad favoreció la asociación simbólica entre la rosa y la figura de la Virgen María.
Tras el Renacimiento, el cultivo de rosas recuperó su protagonismo, y hacia finales del siglo XVIII y durante el siglo XIX se convirtió en una verdadera tendencia. Esto se debió, en gran medida, a la introducción en Europa de variedades de rosales chinos, que posibilitaron la creación de híbridos. Los jardineros especializados, cada vez más fascinados por esta flor asociada al romanticismo, comenzaron a desarrollar técnicas para obtener ejemplares de colores inéditos, como el amarillo o el naranja. Así, la pasión por los jardines de rosas con una diversidad de tonalidades y aromas únicos se extendió rápidamente, marcando una nueva era en el diseño paisajístico.
París marcó el inicio de esta tendencia, actuando como el epicentro desde el cual las grandes ciudades del mundo buscaron inspiración. Buenos Aires, en pleno auge de su riqueza agropecuaria y con un marcado afán de emular las costumbres europeas, no fue la excepción. Así, el 24 de noviembre de 1914, hace exactamente 110 años, se inauguró el Rosedal de Palermo.
Con el tiempo, este espacio se consolidó como un lugar de descanso y contemplación para los porteños, especialmente para aquellos que residen cerca del Parque Tres de Febrero. Además, se transformó en un destino imprescindible para los turistas que visitan la ciudad. Durante la temporada de cruceros internacionales, la rosaleda figura entre las excursiones más solicitadas por quienes arriban a Buenos Aires.
El Parque Tres de Febrero, uno de los principales pulmones verdes de Buenos Aires, refleja una marcada diferencia en el acceso a estos espacios entre el corredor norte de la ciudad, donde se concentran en mayor número, y el sur, donde son más escasos. Originalmente, este extenso terreno perteneció a Juan Manuel de Rosas. Sin embargo, tras su derrota en la Batalla de Caseros en 1852, la propiedad fue confiscada y pasó de manos privadas a dominio público. Este hecho marcó el comienzo de su transformación en el parque que conocemos en la actualidad.
El parque alberga miles de rosas pertenecientes a 93 especies, cuidadosamente hibridadas en diferentes partes del mundo, que han llegado hasta aquí para enriquecer este espacio único. Entre los rosales destacan los de tipo grandiflora, que producen una flor grande por ramillete, y los floribunda, caracterizados por la aparición de varias flores agrupadas. Las espinas están presentes, al igual que las filas en los días más concurridos, donde visitantes esperan pacientemente para tomarse una fotografía junto a las rosas más intensamente rojas. La pose típica incluye acercar el rostro a la flor, simulando disfrutar su aroma distintivo, propio de ciertas especies. Estas mismas rosas, que desde hace al menos dos siglos simbolizan el amor, siguen cautivando a quienes las contemplan.
El Rosedal de Palermo fue inaugurado en Buenos Aires por iniciativa del entonces intendente Joaquín Samuel de Anchorena, quien destinó una sección del Parque Tres de Febrero para este propósito. El diseño del espacio estuvo a cargo de Benito Carrasco, destacado ingeniero agrónomo, paisajista y director de Parques y Paseos de la ciudad en 1914.
Carrasco concibió la rosaleda como un espacio de perfecta simetría y fue también el artífice del Puente Helénico, uno de los puntos más emblemáticos del paseo. Este puente, por su diseño arquitectónico, permite el desarrollo de plantas trepadoras que ascienden por su glorieta, mientras que otras especies cuelgan hacia abajo, evocando la imagen de un auténtico jardín colgante.
El Rosedal cuenta con un equipo de 12 jardineros dedicados exclusivamente a su mantenimiento. Este espacio, de acceso gratuito, alberga aproximadamente 18.000 rosales. Cada mes de julio se realiza la poda anual, un proceso esencial para eliminar las ramas más viejas y preservar las más jóvenes, asegurando así la vitalidad de cada planta.
Desde 2015, esta actividad incluye una iniciativa que ha ganado popularidad entre los aficionados a la jardinería: la distribución de esquejes. Estos recortes, derivados de la poda, se entregan gratuitamente para que los interesados puedan cultivar en sus jardines, balcones o terrazas un ejemplar proveniente del Rosedal. Según Cantera, responsable del espacio, esta práctica formalizó algo que ya sucedía de manera espontánea: “Notamos que quienes sabían del tema buscaban esquejes entre los descartes, así que decidimos organizar el reparto. Se forman filas larguísimas”. En la edición más reciente, 12.000 personas recibieron esquejes, y cada año aumenta el número de interesados en llevarse un «pariente» del emblemático Rosedal.
La temporada de mayor afluencia es en noviembre, coincidiendo con la floración de la mayoría de los rosales. Al recorrer el lugar, es común encontrarse con carteles que identifican las especies y sus orígenes: La Sevillana, de un rojo intenso; Tchaikovsky, con grandes flores blancas con tintes anaranjados; y Comtesse du Barry, que deslumbra con sus flores blancas, son solo algunos ejemplos de la diversidad que ofrece este icónico espacio porteño.