Una gran muestra homenaje en el Malba a Luis Felipe Noé

En cada trazo resonará el legado ardiente de un creador esencial cuya voz aún susurra en los pliegues de la historia artística del país

El Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires abre sus salas como quien abre un libro vivo, y en sus páginas —colgadas en muros, suspendidas en el aire— se despliega el tributo a una figura clave del arte argentino: Luis Felipe Noé (1933–2025). Pintor, pensador, escritor, alquimista de formas y tensiones, Noé es recordado no sólo por lo que creó, sino por cómo desbordó los límites de la creación misma.

Desde el 11 de junio hasta el 29 de septiembre, en el Nivel 1 del museo, el tiempo se detiene para dar lugar a una constelación de cinco obras realizadas entre 1962 y 1965. Son piezas gestadas en un umbral: el de la crisis del paradigma modernista. Aquí, el lienzo ya no es un campo de armonía, sino un campo de batalla. Aparece el “cuadro dividido”, gesto inaugural de una estética del quiebre. La violencia, tan presente en el mundo, se inscribe en las fracturas de la tela, en los bastidores abiertos como heridas. Maderas, plásticos, metales, acetatos y epoxi se suman como testigos materiales de una realidad que escapa a los lenguajes clásicos.

Estas obras pertenecen al movimiento de la Nueva Figuración, que Noé impulsó junto a Ernesto Deira, Rómulo Macció y Jorge de la Vega. Juntos, desdibujaron las fronteras entre la abstracción y la figura, en una búsqueda de un lenguaje más visceral, más humano. En 1965, Noé dio forma teórica a esa búsqueda en su libro Antiestética, donde proclamó al caos como estructura, al desorden como matriz fértil de sentido. El collage, el dibujo libre, los bastidores intervenidos y la inclusión de materiales no convencionales se transformaron en herramientas de una estética que hablaba de un mundo sin centro, de una vitalidad en desequilibrio.

Noé no huyó del mundo: lo miró de frente. Su obra absorbió los estallidos políticos y sociales que estremecieron a la Argentina y al planeta. De ese temblor nació una visión fragmentaria de la realidad, que rechazó toda armonía impuesta. Rompió los marcos, literalmente, y extendió su arte al espacio, con instalaciones que convocaban al espectador a sumergirse en el vértigo del presente. La palabra también fue su aliada. Su pensamiento acompañó cada trazo, cada gesto. Escribió: “La conciencia de que yo sólo había asumido un caos con reaseguro… me llevó a hablar de visión quebrada, cuadro dividido y, por primera vez de manera consciente, de la asunción del caos.”

Formado inicialmente en el taller de Horacio Butler, Noé trazó su propio camino como autodidacta, crítico de arte, viajero incansable. Vivió en París y en Nueva York, y llevó su visión a escenarios internacionales como la Bienal de Venecia (2009) o la Bienal de San Pablo (1985). Más de cien exposiciones individuales y múltiples retrospectivas celebraron su obra: desde el Museo Nacional de Bellas Artes hasta el Palacio de Bellas Artes de México, desde Río de Janeiro hasta Mar del Plata.

Pero su legado va más allá del lienzo. En sus libros —como Una sociedad colonial avanzada, Códice rompecabezas o El arte entre la tecnología y la rebelión— Noé desplegó un pensamiento indócil, lúcido, que sigue resonando. Fue distinguido con premios que intentaron captar la magnitud de su figura: el Premio Nacional Di Tella, el Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes, el Konex Brillante, entre otros. En 2017 fundó la Fundación Luis Felipe Noé, para custodiar y proyectar su legado hacia el porvenir.

Hoy, su obra se yergue como un espejo roto en el que aún podemos mirarnos: una suma de fragmentos que, lejos de confundir, iluminan. Porque en su caos hay orden, en su quiebre hay verdad, y en su arte —siempre vivo— palpita la conciencia crítica de un país, de una época, de un hombre que supo mirar lo real sin anestesia.

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